A fines de los años 40, cuando aún la
Unión Soviética era gobernada por el puño de acero de Stalin, un grupo
de científicos rusos decidió llevar a cabo un experimento en que, a base
de un gas estimulante, se mantendrían despiertos a cinco sujetos por un
periodo de quince días.
Primeramente los cinco individuos fueron
conducidos a un entorno cerrado a fin de que se pudiese monitorear el
empleo de oxígeno, ya que el gas estimulante resultaba letal en elevadas
concentraciones. A fin de observar cuidadosamente a los sujetos del
experimento, y ya que en ese entonces todavía no existía el sistema de “circuito cerrado”
con cámaras de vigilancia, se emplearon micrófonos y unas ventanas con
vidrios de 5 pulgadas de espesor. Por otro lado, la habitación del
experimento contaba con libros, mantas para dormir cómodamente (aunque
sin camas), agua corriente, un baño y provisiones alimenticias que
alcanzaban para que todos los cinco sujetos sobreviviesen un mes entero.
Pero… ¿qué habían hecho los sujetos del
experimento para estar allí? Estos eran prisioneros políticos y
militares enemigos capturados durante la Segunda Guerra Mundial. Stalin
había dicho una vez que “la violencia es el único medio de lucha, y la
sangre el carburante de la historia” y, en concordancia con esa manera
de pensar, miles de individuos habían sido torturados, enviados a
trabajos forzados en Siberia, o asesinados con un tiro en la nuca. Pero
el destino de estos prisioneros sería aún peor…
Durante los primeros cinco días todo
estuvo relativamente bien y pocas eran las quejas, en gran parte porque
los habían engañado, prometiéndoles la libertad si se sometían a la
sencilla prueba de no dormir por 15 días. Curiosamente y ya en ese breve
intervalo inicial de 5 días, los investigadores notaron que, mientras
más tiempo pasaba, los sujetos se mostraban más propensos a hablar sobre
eventos traumáticos de su pasado.
El primer punto de inflexión vino
después de los 5 días iniciales, pues los sujetos comenzaron a quejarse
de los hechos que, según ellos, los habían conducido a terminar en el
experimento. Sus miradas ya no eran las mismas, sus gestos y actitudes
denotaban el inicio de la paranoia. La camaradería de los días pasados
se resquebrajó y dio paso a cinco individuos desconfiados, que ya no
hablaban entre sí y que murmuraban alternativamente en los micrófonos,
tratando de no ser vistos por sus compañeros y evidenciando que
pretendían ganarse la confianza de sus captores al traicionar a sus
camaradas. En opinión de los científicos, los cambios conductuales de
los sujetos eran un efecto del gas y la privación de sueño.
Ya en el noveno día, uno de los sujetos
de prueba comenzó a correr como locoe por toda la habitación, gritando y
gritando sin parar… Así estuvo unas tres horas, en un espectáculo atroz
donde su voz, como consecuencia del desgaste de las cuerdas vocales,
estaba cada vez más ronca; además, naturalmente el hombre cayó algunas
veces, pero siempre se volvía a levantar, pese a que estaba bañado en
sudor y hasta llegó a escupir sangre antes de no poder dar más que
gritos ocasionales y, finalmente, caer presa del silencio, ya que sus
cuerdas vocales estaban destrozadas… En cuanto a los compañeros del
sujeto que gritaba, mostraron inicialmente una escalofriante
indiferencia: seguían murmurando en los micrófonos, encerrados en sí
mismos. Sin embargo, cuando un segundo sujeto se puso a correr y a
gritar como el primero, dos de los tres que no gritaban agarraron
algunos libros, les comenzaron a arrancar páginas, defecaron, las
cubrieron con sus heces y las empezaron a pegar en las ventanas de la
habitación, tras lo cual dejaron de correr los dos que corrían y, el que
aún gritaba (el otro ya no podía, se había destrozado las cuerdas
vocales), dejó de gritar. También, a raíz de eso nadie volvió a murmurar
en los micrófonos.
Tres días después de lo sucedido con las
ventanas, los investigadores quisieron revisar los micrófonos a ver si
todavía funcionaban; puesto que, desde lo sucedido con las ventanas, no
se había escuchado ninguna palabra o ruido en los micrófonos, pese a que
el consumo de oxígeno indicaba que los sujetos vivían y, además, era un
nivel de consumo propio de quienes realizan ejercicios extenuantes…
Llegado el día 14, la preocupación por
el estado de los voluntarios era muy grande y los científicos hicieron
algo que inicialmente no pensaban hacer puesto que podía alterar el
curso del experimento: trataron de llamar la atención de los sujetos de
prueba. Para ese fin, emplearon un intercomunicador que hasta el momento
había pasado desapercibido por los cinco prisioneros, quienes en ese
momento escucharon una voz fría y autoritaria que les decía: “Abriremos
el cuarto para comprobar el estado de los micrófonos. Aléjense de las
puertas y acuéstense con las manos atrás en el suelo o se les disparará.
A uno de ustedes se le otorgará la libertad si obedecen”. Entonces,
desde uno de los micrófonos, una voz dijo, en tono terminante y sin
encontrar oposición en otras voces, algo que dejó atónitos a los
investigadores: “No queremos ser liberados”
Lo antes descrito suscitó gran debate
entre los científicos y los militares responsables del proyecto. Se
intentó varias veces y en vano comunicarse de nuevo con los sujetos,
pero estos no dijeron palabra alguna ante lo escuchado desde el
intercomunicador. Así pues, al anochecer del día 15 se decidió abrir la
puerta de la habitación y ver lo que por días cubrieron aquellas páginas
arrancadas y llenas de excremento que, como viles trofeos de la miseria
humana, tapaban los gruesos cristales del maldito recinto.
Antes de entrar, los investigadores
extrajeron el gas de la habitación y empezaron a mandar aire fresco,
pero entonces comenzaron a escucharse montones de quejas en los
micrófonos. Eran tres voces que, rogando en nombre de sus seres
queridos, pedían que volvieran a mandarles más gas estimulante. Sin
embargo, el suministro de gas no se repuso y, cuando por fin abrieron la
puerta, los sujetos de prueba vociferaron, con excepción del que tenía
dañadas las cuerdas vocales (éste fue uno de los cuatro supervivientes),
los alaridos más fuertes y espantosos que jamás habían escuchado en
toda su vida aquellos aterrorizados soldados. Y es que nada, ni siquiera
las balas zumbando en el campo de batalla o los cadáveres regados por
las calles de Stalingrado que uno de los presentes había visto: nada se
equiparaba al horror dantesco que tenían en frente…
Gran parte de la comida, que habría
bastado para los últimos cinco días del suplicio, no había sido tocada
en lo más mínimo. Todo el suelo estaba cubierto de una repugnante mezcla
de sangre, agua, heces, orina, ya que el hueco de drenaje, que estaba
en el centro de la habitación, había sido tapado con trozos de carne de
las costillas y pantorrillas del sujeto muerto, cuyo cadáver yacía
arrimado en la esquina izquierda del fondo, con la boca abierta, la
cabeza ladeada, y la mirada inerte, aunque con un inusual gesto que
parecía congelar la experiencia inefable de quien ha alcanzado la
escabrosa cima del tormento.
En cuanto a los supervivientes, estaban
en tales condiciones que habrían hecho parecer criaturas de aspecto
afable a los zombis: se notaba que se habían arrancado pedazos de piel y
carne con sus propias manos, ya que las puntas de sus dedos estaban
destrozadas, y el hueso estaba expuesto en zonas donde no habrían podido
sacar carne con sus propios dientes. Por otra parte, a más de las
heridas provocadas por la carne y la piel que se habían arrancado, todos
tenían muchas otras lesiones, la mayoría de ellas autoinfligidas. Y en
cuanto al daño causado por la carne que se habían arrancado a sí mismos,
era algo tan atroz que, debido principalmente a toda la cantidad de
músculo intercostal que ya no tenían, podían vérseles los órganos
internos, ya que desafortunadamente no habían comprometido
suficientemente a sus órganos vitales como para perecer, excepto aquel
que ahora reposaba muerto en la esquina, pues le faltaba aproximadamente
medio hígado… Tenían los intestinos expuestos, palpitando por la
comida que habían ingerido recientemente, y que no era el atún ni nada
que contuvieran las latas en conserva que les dejaron para alimentarse
decentemente, sino su propia carne.
Pese a que la mayoría de los soldados
que entraron a la habitación o vieron lo que había en ella eran de las
Fuerzas Especiales, ninguno quiso volver a entrar, y uno de ellos se
puso a llorar como si hubiese visto a su madre cortada en trocitos… En
cuanto a los cuatro supervivientes, todos pedían con desesperación que
les dieran gas. “¡No quiero dormir, no quiero dormir!”, gritaba uno de
ellos con la voz empañada en llanto y desesperación, tal y como quien,
ante la amenaza de ser ejecutado, grita histéricamente “¡no quiero
morir, no quiero morir!”. Y es que todos querían estar despiertos: esa
era su adicción, eso era lo único que importaba. La dignidad, la
esperanza, las memorias del pasado, todo se había hundido, el sentido de
la vida se había reducido a la persecución desesperada de mantener los
ojos abiertos, y el cerebro activo, no ya para pensar la realidad u
orientarse en ésta, sino porque, la sensación de vitalidad propia de
estar bien despierto, había pasado a tener el valor de la vida misma.
Ahora, y si bien ningún soldado quería
regresar, tuvieron que obedecer las órdenes de sus superiores y volver a
aquella pequeña sucursal del infierno, donde los cuatro dementes, que
sólo querían permanecer en el cuarto para recibir más gas, presentaron
la fuerza de auténticos poseídos por el Demonio, mostrándose tan
salvajes que un soldado falleció cuando uno de los sujetos de prueba le
mordió el cuello tan fuertemente que le abrió la yugular, y otro soldado
resultó gravemente herido porque uno de los supervivientes le mordió la
arteria femoral y los testículos, con tanta rabia que literalmente se
los reventó, los soldados tenían la orden de preservar la vida de los
sujetos de prueba así que no pudieron dispararle. Además de estos dos
soldados que fueron víctimas por accidente del experimento, cuatro de
ellos acabaron suicidándose en las semanas posteriores al nefasto día,
sumando cinco los que murieron por causa del experimento sin ser parte
del mismo.
Otro caso lamentable fue el de uno de
los cuatro sujetos de prueba. El hombre sufrió una hemorragia después de
dañarse el bazo cuando intentaba agredir a los soldados; intentaron
sedarlo, pero ni siquiera con la dosis de morfina multiplicada por diez
se consiguió controlarlo, pues seguía agitándose como un animal salvaje,
y hasta logró romperle el brazo y las costillas a uno de los médicos
que intentaban ayudarlo. Habiendo roto los amarres y estando fuera de
sí, el sujeto fue acorralado en una esquina de la sala médica por los
soldados. Nadie se le acercaba, todos se limitaban a impedir que la
bestia humana cometiera más destrozos. “¡Máaaaas, máaaaas!”, gritaba el
sujeto, con los ojos desorbitados, la cara marcada por arañazos que se
había autoinfligido en su desesperación por el gas, y las manos puestas
en un ademán de ira, impotencia y súplica. Así permaneció por tres
minutos enteros en que su corazón latía al máximo posible: “¡Máaaaas,
máaaas!”, se escuchaba por toda la sala, primero como un alarido brutal e
intimidante, posteriormente como un grito atenuado, después como un
murmullo agónico y vencido, y finalmente como una boca abierta de cuyo
fondo no salía otra cosa sino el silencio, triste presagio de la muerte
que lo tocó cuando se desplomó de improviso.
En cuanto a los tres supervivientes
restantes, a éstos se los pudo inmovilizar y conducir a distintas
instalaciones médicas: dos de ellos, aún con las cuerdas vocales
intactas, no dejaban de vociferar pidiendo gas… El tercero, que era el
más herido de los tres, no pudo ser calmado con morfina, pero usaron un
sedante distinto que sí lo inmovilizó, aunque su corazón dejó de latir
cuando sus ojos se cerraron; posteriormente, en la autopsia, se
determinó que sus niveles de oxígeno en la sangre eran anormalmente
altos.
Otro de los sujetos, aquel que tenía
destruidas las cuerdas vocales, giraba la cabeza en señal de negación
cuando plantearon ponerle gas anestésico para llevarlo a la sala de
cirugías. Entonces uno de los médicos sugirió no anestesiarlo, y
sorprendentemente el sujeto empezó a mover violentamente la cabeza, en
señal afirmativa: era increíble, tanto le importaba estar despierto que
prefería aguantar el dolor de la cirugía con tal de no dormirse a causa
de la anestesia… Seis largas horas duró la cirugía, dentro de la cual se
intentó cubrir los principales daños que el propio sujeto había causado
en los órganos de su caja torácica. Según relató una traumatizada
enfermera que colaboró con los médicos durante la operación, el paciente
sonreía de una manera extraña y enfermiza cada vez que hacía contacto
visual con ella. Era como si se complaciera en mostrarle la capacidad
que tenía para deleitarse ante su propio tormento, como si eso que le
estaban haciendo fuera algo rutinario, algo habitual…
Una vez que la cirugía acabó, el
paciente miró al cirujano y empezó a hacer gestos con la boca y las
manos, como indicando que quería hablar y que le dieran algo para
escribir. Entonces el cirujano tomó un cuadernillo que estaba cerca, y
se lo dio junto con un bolígrafo. “SIGUE CORTANDO”, escribió el sujeto,
con letras mayúsculas que evidenciaban un pulso tembloroso, producto de
un insano estado de alteración emocional.
En cuanto al último de los
supervivientes, este fue enviado a la sala de cirugía, donde decidieron
operarlo sin anestesia después de ver lo ocurrido con el sujeto antes
descrito. En su caso, tuvo que inyectársele un líquido paralizante
porque no dejaba de reírse a carcajadas, agitándose tanto que hacía
imposible la cirugía sin anestesia. Gracias al líquido paralizante, se
lo pudo operar sin anestesia. Lo único que podía mover eran los ojos, y
aún en tan pequeño margen de libertad motriz se evidenciaba la locura,
el disfrute ante lo que estaban haciéndole…
Una vez que pasaron los efectos del
líquido paralizante, el sujeto volvió a pedir gas, y cuando le
preguntaron por qué él y sus compañeros se lastimaban y por qué
necesitaban tanto el gas, el hombre se limitó a decir en forma lacónica y
con tono de absoluto convencimiento en sus palabras: “Debo permanecer
despierto”.
Los dos supervivientes finales
continuaron siendo atendidos por los médicos; y, cuando los militares
que idearon el proyecto aparecieron y vieron que las cosas no habían
salido tan bien como se esperaba, les reclamaron fuertemente a los
científicos e incluso ordenaron ejecutar con inyección letal a los dos
sujetos de prueba que aún vivían. No obstante, antes de que se cumpliese
la orden de ejecución, el líder de los militares al mando del proyecto,
un ex agente de la KGB, volvió a pensarse la decisión inicial y, viendo
potencial en los resultados aparentemente desalentadores, ordenó
mantener vivos a los dos supervivientes, a fin de ver qué pasaba si los
exponían nuevamente al gas que tanto habían pedido y que hasta el
momento se les había negado. Los científicos, traumatizados por su
experiencia, se negaron rotundamente y aludieron tanto razones éticas de
carácter humanitario, como razones de pura conveniencia personal;
aunque, como era de esperarse, el militar impuso su autoridad:
“Continúen con el experimento y háganlo bien, si no quieren terminar
siendo ustedes los sujetos de prueba”. Nadie osó reír: sabían que para
muchos militares soviéticos no representaba nada acabar con una vida
humana, e incluso uno de los investigadores, al escuchar las amenazas
del comandante, recordó el caso de su primo Yuri, que murió con una bala
en el cerebro por negarse a experimentar con un prisionero de guerra
nazi.
Una vez que los dos supervivientes se
enteraron de que al fin recibirían el gas, mostraron una alegría
inmensa. Hasta el momento, se las habían ingeniado para permanecer
despiertos: uno de ellos cantaba una canción; el otro, que tenía dañadas
las cuerdas vocales, se la pasaba dibujando y, cuando el sueño parecía
vencerle, se mordía la boca hasta sangrar… Éste último, el mudo, puso
una sonrisa de alucinado cuando se enteró de que le darían gas: una
sonrisa amplia, simétrica, “de oreja a oreja”, una sonrisa estática,
como si estuviese viendo quién sabe qué maravilla inaccesible a la
imaginación común…
Antes de ser reintroducidos en la
habitación, a los prisioneros se les colocaron medidores de ondas
cerebrales. Sorprendentemente, las ondas se mostraban normales casi todo
el tiempo, aunque con breves líneas rectas que después desaparecían, y
que eran semejantes a las experimentadas durante la muerte cerebral. El
prisionero que podía hablar, al sentir que se adormecía durante cada
intervalo de línea recta, entró en desesperación y comenzó a gritar:
“¡El gas, rápido, rápido! ¡El gas, el gaaaas, el gaaaas!”. Conteniendo
sus ganas de reír, el comandante ordenó que se cerrara la habitación con
los dos sujetos de pruebas y con tres de los científicos. Al escuchar
la orden, dos de los científicos sospecharon que los dejarían allí
adentro por varios días, pero más se inclinaron a pensar que era algo
momentáneo y que además los dos sujetos de pruebas no se mostrarían
violentos porque tendrían el ansiado gas; sin embargo, el tercer
científico recordó una conversación que había escuchado entre uno de los
soldados y el comandante, cuando estaba en el baño y nadie sabía que él
estaba allí:
―Dígame, capitán, ¿qué le parece si
dejo a algunos de los científicos junto a los locos? Quizá también a
ellos les guste el gas, ¿no cree? Sobre todo Ivanov, que ha estado
mirándome de manera resabiada, no vaya a ser que se le suba el gas a la
cabeza e intente matarme, ¡hahahahahahahahaa!
―Si me lo permite, creo que la medida es demasiado severa, mi comandante. Creo que mejor sería mandarlos a Siberia.
―¿A Siberia? Pero si van a estar bien
felices con el gas, ¿no ve que el gas es el sentido mismo de la vida?
Quien prueba el gas, no quiere ya nada. Imagínese, capitán, una
inhaladita y nunca más sufrirá por dinero, por mujeres, por ideales,
¡por nada! Vamos, no me mire así, estoy bromeando, camarada.
“No, no estás bromeando, bastardo”,
pensó Ivanov tras recordar la conversación y entonces, antes de que se
cerrara la puerta y llegaran tres soldados que el comandante había
llamado por radio, reparó en que el soldado escolta (del comandante)
había dejado en una silla su revólver, y temblando de ira lo tomó, le
disparó al comandante, después le voló la cabeza al prisionero mudo y se
puso en una esquina, apuntando al único sujeto de prueba que quedaba y
aprovechando que los otros dos científicos habían huido y el soldado
escolta también (que era el capitán al cual había escuchado hablar con
el comandante), casi seguramente porque no quería matar ni morir, pues
si moría dejaría de ser para siempre (era un marxista en toda regla), y
si vivía se sentiría aún más culpable por matar a un hombre de ciencia
en nombre de un proyecto perverso, cuyos abominables frutos lo habían
hecho replantearse su lugar en el mundo desde el día en que abrió esa
puerta maldita y vio a esos cinco engendros, que no podían ser llamados
“humanos”, “bestias” o “monstruos”, que eran como cinco espejos crueles y
a la vez como cinco preguntas: espejos, porque mostraban lo peor que
sabemos de nosotros mismos, eso que se refleja en las maldades que les
hacemos a nuestros semejantes; preguntas, porque mostraban algo
escalofriante, una parte de nosotros que no conocemos, que solo intuimos
levemente, que no nos atrevemos a preguntarnos qué es, pero ahora, en
esos cinco ex-humanos, se erguía poderoso e imponía, en cualquiera que
lo percibiese, la necesidad de preguntarse qué era “eso”…
“¡No me encerrarán con esta cosa! ¡No
contigo! ¡¿Qué eres?! ¡Necesito saber!”, dijo el científico de bata
blanca, mirando a “eso” que tenía en frente suyo, esperando una
respuesta antes de que lo dispararan o lo detuviesen, cosa que
increíblemente no había ocurrido aún.
Con una sonrisa demencial y perversa,
tal y como si fuera el portador de un secreto prohibido empañado en
decadencia, el prisionero miró al techo, volvió a mirar al científico y
le dijo con deleite, queriendo perforarle el alma con la negrura de una
verdad encarcelada por la cordura: “¿Tan fácilmente te has olvidado de
mí? Somos ustedes, somos la locura que está encerrada en todos ustedes.
Somos la locura que ruega por libertad en cada momento de sus vidas,
desde lo más profundo de sus mentes animales. Somos aquellos de lo que
se esconden en sus camas todas las noches. Somos lo que duermen,
silencian y paralizan cuando se van a su cielo nocturno, donde nosotros
ya no los podemos alcanzar.”
Nadie habló mientras “eso” hablaba a
través del prisionero, excepto el científico que sostenía el arma y, sin
poder soportar el Evangelio de la Locura, apuntó al corazón de aquel
demente y disparó. “Casi…tan…libre”, le escuchó musitar, sin creérselo
porque acababa de destrozarle el corazón y allí, en la sala de control,
sus compañeros veían que la pantalla de actividad cerebral no mostraba
señal alguna de vida. “Eso” que habló ante el asombro de todos había
callado por fin, pero solo en los labios del pobre sujeto de pruebas: en
las mentes, de los investigadores, de los soldados, del lector de este
creepypasta, “eso” seguirá susurrando en cada uno de nosotros, quizá
mostrándose en aquellos breves lapsos que algunos de nosotros tenemos,
lapsos en que el gobierno de la razón colapsa ante el peso de la
realidad, y la locura, siempre más fuerte que las mayores calamidades de
la vida, toma el control con voluntad libertadora…
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